Los nuevos paradigmas entre educando y educador
En la enseñanza tradicional, el papel del maestro era el de un informador, capacitador, instructor, que debía llenar de conocimiento la mente del educando, desprovista del mismo. Para hacerlo, se posicionaba en una posición de poder, de mando, que reclamaba la obediencia y la asimilación incuestionable de los datos y valores comunicados, poniendo al niño o al adolescente en un rol de computadora que debe ser programada.
El alumno aparecía, así, como un ser respetuoso, ya que, si no lo era, recibía el castigo correspondiente, para volver todo al status quo que debía permanecer inalterable. La figura del maestro gozaba de respeto social, y su autoridad, a veces devenida en autoritarismo, aparecía como sacrosanta, similar a la actitud del súbdito que no osaba rebelarse ante su Señor.
Actualmente la relación cambió, y el niño ya no ve al adulto como un Dios que todo lo sabe y al que hay que hacerle caso y aceptar sus opiniones sin crítica alguna; y esto hace pensar que el maestro ha perdido autoridad y respeto en nuestro tiempo. Celebramos que el docente ya no se posicione como un dictador y que el niño pueda expresar lo que piensa y siente, e incluso desafiar los contenidos, a los que hoy puede acceder tan fácilmente, pues el maestro no lo sabe todo, ni antes ni ahora, pues es un ser humano que estudió y aprendió mucho, pero no todo, pues eso es imposible.
Lo malo es cuando pasamos de ese docente autoritario e intransigente del pasado, a ese otro de hoy, temeroso de las preguntas de los niños, vacilante ante las críticas, inseguro de sí mismo, e incapaz de poner límites cuando la situación lo amerita.
Es todo un desafío formar a personas libres, intrépidas, sin temor a represalias; y marcarles cuándo esa libertad debe ser contenida y reglada, para el bien de sí mismos y el de todos.
Los niños debieran poder participar en su aprendizaje de modo activo, aunque eso implique sacrificar un poco la paz del aula, que se tornará bulliciosa y a veces, poco atractiva, a los ojos de un directivo tradicional; pero no confundir esa participación con la falta de respeto, con no escuchar, con no esperar los turnos para hablar, o con decir groserías. Ahí es cuando el docente debe imponer su poder como adulto, sin violencias ni físicas ni verbales, pero con firmeza, por ejemplo, interrumpiendo el debate para hacer una actividad más tranquila hasta que se calmen, o reflexionando sobre su comportamiento, que no debe dejarse que sobrepase ciertos niveles, ya que, si el desborde es grande, es muy difícil, luego, controlarlo.
Se debe hablar con las familias, especialmente durante la escolarización primaria, para acordar juntos, las pautas de conducta, y que el niño tenga criterios comunes en la escuela y el hogar, donde debe tratarse de apoyar al maestro en sus medidas, siempre que no sean todas luces arbitrarias, y, en este caso, concurrir a la escuela para mantener un diálogo abierto, flexible y ameno. No se trata de descubrir quién tiene la razón, sino qué es lo mejor para el niño, y si una u otra de las partes cometieron un error, reconocerlo. Ser humanos y errar es parte de nuestra condición, y le enseñaremos al niño que él también, igual que todos, merece equivocarse y aprender de sus errores, pues los adultos tampoco son infalibles.