El maestro como ejemplo
Sabemos que enseñamos más por lo que mostramos que por lo que decimos. Nuestros alumnos nos observan en forma permanente, incluso nos colocan motes tan ingeniosos, que no podemos creer cómo tuvieron tanta ocurrencia para eso, y no para estudiar o deducir un problema. Es simple, nos observan demasiado, tal vez mucho más que al contenido a aprender, y por eso descubren nuestros puntos débiles y nuestros aciertos.
Nos ubicamos en el aula en general frente a ellos, nos acercamos para explicarles, y ellos sienten curiosidad por ese único adulto que es su guía y también su evaluador, y sin darnos casi cuenta ellos también diariamente nos toman examen, aunque lamentablemente nuestra mala nota se refleje también en ellos, que imitarán nuestro comportamiento. Comentarios tales como ¿viste cómo se vino vestido? “no explicó el tema porque me parece que no lo sabe”, “nos pide que lleguemos temprano y él llega cuando quiere”, “no podemos fumar y ellos lo hacen en la sala de profesores”, “me grita y después quiere que yo me porte bien”, etcétera.
El maestro es siempre ejemplo, malo como en los ejemplos citados, o bueno en muchos otros: “el maestro me dio una segunda oportunidad para aprobar”, “me reprobó pero me explicó en qué me había equivocado”, “le voy a explicar al profesor que tuve un problema, seguro me va a escuchar porque siempre lo hace”, etcétera.
Para ser un buen ejemplo, el maestro debe ante todo tener vocación de enseñar, amar a los niños y a los jóvenes, tener paciencia, conocer en profundidad lo que pretende que sus alumnos aprendan, estar abierto al diálogo, saber poner límites, motivar y reforzar la autoestima; y reconocer sus errores.